Conversación con Manuel Puig:
La redención de la cursilería
por Danubio Torres Fierro
Fragmento de la entrevista a Manuel Puig, publicada en la revista Eco,
N° 173, Bogotá, Marzo 1975, por motivo de la publicación de su
cuarta novela El beso de la Mujer Araña.
— ¿Ves esta novela (El beso de la mujer araña) como solitaria con las demás?
— Creo que tiene mucho que ver, en especial con La traición de Rita Hayworth, donde
había personajes que relataban cosas. Creo que en esta ocasión me lanzo más al terreno del mal gusto, y de una manera distinta. Soy yo quien veo y analizo ese mal gusto (entre comillas) mientras en las demás lo veía a través de los personajes; es decir, en Boquitas pintadas trataba la cursilería porque, al tener que ocuparme de esos personajes, era inevitable. Interpretaba la cursilería como un fenómeno originado en argentinos de primera generación. Tú sabes que la masa de la población argentina fue formada por la inmigración de principios de siglo, sobre todo italianos, y esos campesinos que llegaron para cambiar de status era gente que venía a olvidar sus tradiciones, no a continuarlas.
Por eso, a sus hijos no le aportaron nada culturalmente, ya que todo lo que fuera su
tradición convenía olvidarlo. Eso explica que los hijos tuvieran, ante todo, que
inventarse un idioma porque en la casa no aprendían el español. Allí sólo se hablaban
dialectos. Este estilo de vida y este idioma que tuvieron que aprender, sobre todo en la calle, debió echar mano a modelos totalmente irreales, como el cancionero, los
subtítulos del cine, la radio, el periodismo más popular y, en particular, el tono
truculento del tango. Esos modelos, además de irreales eran retóricos. ¡Ah!, me
olvidaba: también estaba el lenguaje ultraretórico de los libros de lectura en la escuela primaria. Todo esto los llevó a un callejón sin salida. Existía, en todos ellos, el deseo de mejorar, de acceder a otro nivel, pero el ideal de fineza y elegancia sólo los conducía a la cursilería.
— Ése es, ni más ni menos, el contexto de tus novelas.
— Yo trabajo mucho con el lenguaje de los personajes, y de él se desprende,
ciertamente, un torrente de cursilería. Me interesaba trabajar con ese lenguaje que
auspiciaba la gran pasión, esa retórica del gran amor, del gran sacrifico, de la nobleza.
El drama de esa gente era que tenía que hablar ese lenguaje, pero no podía actuar de
acuerdo a él. Lo que me importaba era jugar con ese contraste, es decir, con el hecho de que ellos creían en esa retórica de la pasión porque habían sido educados en esos tangos, en esos filmes; aunque, en el fondo, se trataba de una creencia muy superficial. Ya sabemos que las reglas del juego eran otras en la clase media. Se trataba de actuar muy calculadamente, y no pasionalmente. Yo veo a la clase media de aquel tiempo como rindiendo examen constantemente. Lo que se imponía era el autocontrol, la represión en todos sus aspectos, empezando por el sexual, con ese ritual de la seducción y el posterior abandono que lo caracterizaba.
— ¿Eso a dónde te llevó?
— A que, a través de mis personajes, me las viera con el mal gusto, con la cursilería. Me fascinaba el fenómeno de la cursilería. Pero me quedaba ahí, en la reproducción, en el análisis. Creo que conscientemente (inconscientemente sí) no lo gozaba.
— Se puede advertir que, en la medida que vas recreando y registrando ese lenguaje y
esa forma de ser, introduces dosis de acidez, de corrosión.
— Espero que, a través de la lectura, salga en claro que los personajes no son totalmente responsables de su conducta. Son producto de su medio. Lo que los oprime es la imposibilidad de pensar por sí mismos, de ser originales. Ellos mismos se encargan de cavarse la fosa; la mujer en base al sometimiento, y el hombre al creer en la máscara que lleva de la superioridad, del mando. Pero, retomando lo que te decía, trabajaba con la cursilería e, inconscientemente, ya estaba gozándola. Ahora me parece que hay que ir un poco más allá. Porque debo reconocer conscientemente, que gozo muchísimo con ciertas manifestaciones de lo que se llama mal gusto. Y descubro, en su habitual rechazo, otra forma de represión. Hubo una acción represiva del buen gusto durante siglos y, por eso, hay que reconsiderarlo todo.
— ¿Sería algo similar a lo que proponen el kitsch y el camp?
— Sí, por ahí. Pero el movimiento kitsch se presenta de alguna manera, como culpable,
es algo vergonzante. Entra en materia, aunque con cierta distancia. Yo quisiera eliminar esa distancia impulsado por un intento de sinceridad. Si gozo con ciertas
manifestaciones del llamado mal gusto debo aceptarlo y, por eso, quiero investigarme,
no traicionarme. Si me gustan esas cosas las voy a vivir, las voy a defender. Eso es lo que hago en esta nueva novela. Tengo el temor de que las formas cultas del arte hayan ejercido una grave represión, y de que haya posibilidades fascinantes dentro de las expresiones condenadas y descartadas. Uno de los protagonistas de esta novela soy yo en buena medida, y a través de él estoy saboreando las películas más denigradas y las letras de los boleros más bochornosas.
— ¿Qué descubres allí?
— Descubro poesía bajo formas primitivas pero irresistibles. Por ejemplo, hay un
arranque de la orquesta (música de Agustín Lara), al final de Mujer, de Chano Ureta,
subrayando el reencuentro de los protagonistas, a la salida de la penitenciaría, con un fondo de cielo crepuscular, sublime como podría serlo el final del primer acto de Tristán e Isolda. Y para qué hablarte de ciertas letras de tango de Alfredo Le Pera: "Sentir / que es un soplo la vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante en la sombra / te busca y te nombra". O Toña la Negra, el domingo pasado, por la TV en colores, cantando con una escenografía de palmeras que, aquí sí, las palabras me faltan.
Actualmente, estoy viendo mucho cine mexicano viejo por TV, películas de ínfima
categoría –según los críticos. Pero riquísimas algunas. Quiero entregarme a eso. Si
resulta que, al fin del experimento, simplemente tengo mal gusto, paciencia. Pero se me ocurre que no, que hay un terreno que debemos reconsiderar: los folletines de Negrete, la letra de los boleros y, ahora, la TV en colores. Cosas que están desprestigiadas pero que, a mí, se me ocurren de validez estética. Recorro esos terrenos en mi nueva novela.
Siempre, claro, a través de un personaje. Todavía no me he animado a escribirlo yo en
tercera persona.
— ¿Cómo explicas el auge de la moda retro, la nostalgia por el pasado y, en especial,
por los años veinte?
— Ahí hay algo que me interesa. Primero hablemos del cine. Yo no sé si es una manía,
pero sucede que una película "tiene" vigencia uno o dos años y ya después no interesa, se olvida, se pasa a otra cosa y si uno, quince años más tarde la quiere reconsiderar, lo tildan de nostálgico. Me parece un grave error. Leer a Céline no es nostálgico; en cambio, si me intereso por ver cine de los años cuarenta, saltan y dicen "¡ah!, pura nostalgia". ¿Por qué esa actitud? ¿Por qué el cine deber ser tan caduco? En las librerías se encuentran libros de todas las épocas así que hay que preguntarse por qué no se puede dar cine, comercialmente, de todas las épocas también. Más aún: una mala película de 1940, por el solo hecho de haber registrado una porción de ese momento, de la gente que pertenecía a aquella época, enlata al tiempo. Aunque la imagen retratada haya sido distorsionada por una M.G.M., sabemos que la imagen deformada nos puede devolver –a veces— la imagen auténtica, verdadera de la realidad. Por eso, la distorsión que podía dar la M.G.M. de un episodio de la guerra de secesión ya es interesante: nos va a hablar sobre los móviles políticos de los años cuarenta. Tomemos otro ejemplo: una película hecha en el mismo año sobre los alemanes, por más artificial que sea, nos informa sobre la mentalidad imperante en ese momento. El cine, aparte de su valor estético, va a tener una vigencia enorme en la medida que es, justamente, tiempo enlatado.
— La historia como un gran cementerio de rollos de película, ¿verdad?
— Sí, claro. Eso no sucede con la literatura y, menos, con el teatro. No podemos ver una representación de Eurípides tal como se hacía en su tiempo, pero en cambio sí cómo se hacía en su época Extraño interludio, de O’Neill: está filmado por la Metro. Creo que en la cuestión nostálgica pasa algo de ese fenómeno. La gente, de algún modo, se da cuenta de que las películas viejas son de un interés notable. Es probable, además, que el paso de este siglo haya sido tan veloz que no haya habido tiempo para detenerse a pensar en cada movimiento nuevo que surgía. No hubo tiempo para asimilarlos. El expresionismo alemán, que fue cancelado con la subida de Hitler, ¿cómo no nos va a resultar interesante retomarlo en la medida que justamente quedó truncado? Los movimientos, en general, fueron veloces, y no hubo tiempo de que se agotaran.